
domingo, 23 de noviembre de 2008
Nueva Web

sábado, 5 de julio de 2008
Un sueño perturbador
|
He tenido un sueño perturbador. Había sido elegido presidente de la nación y caminaba desnudo por una vía principal. A mí alrededor, el servicio secreto vigilaba atento con la orden de arrestar a todo aquel que dijera que yo estaba desnudo. Una vez en la cárcel, los jueces debían dictar sentencias rápidas que en todos los casos eran siempre la misma: la pena de muerte. Por supuesto, yo sabía que solamente llevaba unas gafas oscuras; y que andar desnudo era solo una diversión. Durante semanas había hecho circular en diarios y noticieros, el comunicado sobre un importante contrato estatal con reconocidos diseñadores franceses e italianos cuyo fin era confeccionar los vestidos del señor presidente. Estos vestidos tenían una singular característica: ser invisibles para todo traidor a la patria. Así, todos quedaron advertidos.
La organización de tan magnífico divertimento me había alejado de mis responsabilidades presidenciales, de manera que mis quehaceres de gobierno quedaron delegados en mis ministros, quienes serían destituidos en caso de revelar mi desnudez. ¡Qué fantástico Versace! ¡Qué sofisticado Armani! —cosas así oía decir a todos.
El ministro de defensa me acompañó en mi paseo por la vía principal, reportándome el éxito del servicio secreto descubriendo a los traidores y la eficacia de las tropas llevando a cabo las ejecuciones.
—La oposición ha sido aniquilada en un 90% —dijo el ministro—. Como habíamos previsto fueron los primeros en poner en duda su elegante forma de vestir.
Al poco tiempo llegamos a la plaza de la capital, en donde se realizaban algunas de las ejecuciones.
—Se hace tal y como usted lo ordenó. Son puestos en catapultas y lanzados más allá de las montañas —señaló el ministro.
Mientras disfrutaba de unos lanzamientos, irrumpió en la plaza un grupo de hombres desnudos con pancartas que proclamaban: “Nosotros también estamos a la moda”. Sentí violado mi estilo. Indignado, le exigí al ministro que hiciera algo. Me dijo:
—No existe ninguna ley en contra de vestir como usted, señor presidente. Además, se trata de vulgares imitaciones de sus vestidos.
Me desperté perturbado por este último incidente. Observé mi vestido nuevo colgado tras la puerta y pensé: “Cumplirá la promesa de hacerme ver único cuando lo vista”. Las elecciones comenzarían en pocas horas. Volví a cerrar los ojos para dormir.
jueves, 19 de junio de 2008
Persecuciones
El autobús se detiene. Los dos descienden y usted no sabe qué hacer. No es necesario, ella se adelanta y le habla:
—Te vi mirándome en el reflejo.
Usted palidece y le responde que espera no haberla incomodado. Ella sonríe y le asegura que no tiene por qué preocuparse. Estas palabras lo calman y aprovecha para invitarla un café. Ella acepta.
Están sentados uno frente al otro, mirándose con curiosidad y delicadeza. Usted sabe que la cafeína no le sienta bien, pero pide un expreso. Entre sorbo y sorbo se van haciendo íntimos, y siente deseos de volver a verla. Ella vive sola, y le pide que pasen la noche juntos. También le pide que no la malinterprete, que ella no está acostumbrada a eso. Le cree a medias, porque usted es de los que no confía en nadie.
En pocos minutos está desnudo en la sala de su apartamento. Ella, a su lado, no deja de sonreír. Usted se siente muy cómodo allí.
—Si no me hubieras seguido, igual estaríamos aquí —le dice ella.
Usted le pide que le explique por qué piensa eso. Ella lo hace:
—Anoche te vi en el restaurante italiano. Yo estaba allí con unos amigos. No pude quitarte el ojo en toda la noche, así que cuando saliste, me despedí de todos y te seguí. Primero te detuviste en casa de tu novia y la acompañaste a la puerta. Después paraste en una farmacia y compraste pastillas y una revista. Finalmente fuiste a tu casa. Esta tarde me senté en el parque frente a donde vives, y esperé hasta que llegaste con tu novia. Los vi pelear en el umbral de tu puerta. La vi marcharse. Entonces tú caminaste varias cuadras sin un rumbo fijo, hasta que te topaste con el cine. Una vez adentro me senté detrás de ti.
Usted la mira y no sabe qué pensar. Ella le ofrece un café que usted acepta, aunque sabe que la cafeína no le sienta bien.
miércoles, 7 de mayo de 2008
Reencuentro
jueves, 1 de mayo de 2008
El muerto y el otro muerto
*Cuento presentado a la convocatoria del taller.
Lo primero que vi al llegar al pueblo, fue al muerto siendo cubierto con una sábana blanca. Llegaba en un campero Willis ensuciado por calles polvorientas. Incliné la cabeza a la derecha para apreciar esa sábana que rápidamente se tiñó de rojo. Sudaba incómodamente. Era un día caluroso que anunciaba el infierno que me esperaba, y que se confirmaba en el clima de muerte con que fui recibido. Pronto me invadió una cuestión: ¿Qué hago en este lugar? Y casi me arrepentí de haber hecho el viaje. El auto se detuvo en seco y anunció la llegada al hotel. Apenas si logré descender con mi maleta a tientas, antes que el chofer arrancara para perderse entre una nube de polvo. Los empleados se encontraban en la puerta del hospedaje observando hacia el lugar donde yacía el cuerpo, sin inmutarse ninguno por mi presencia. Casi me vi en la necesidad de gritar para anunciar mi arribo, hasta que una mujer morena y de facciones toscas, dió media vuelta para preguntarme lo que quería.
-Tengo una reservación a nombre de…
-Karl Andrew -me interrumpió- lo reconocí de inmediato, es usted el único extranjero que ha venido a este pueblo en años.
Sonrió sarcásticamente y agregó:
-El último que vino se quedó aquí para siempre. Ahora está tirado en la calle.
-Pienso quedarme tan solo un par de días.
La mujer caminó a la recepción, me dirigió una mirada inquisitiva y preguntó:
-¿A qué viene?
-Hago un reportaje para un diario.
-No haga muchas preguntas por aquí. Si ve algo hágase el ciego. Si tiene la oportunidad lárguese en el primer carro mañana.
-No es la primera vez que…
-No se haga el sabiondo. Aquí de nada le sirve saber algo.
Entonces soltó la llave de la habitación sobre mi palma izquierda, y salió de nuevo a la calle.
Dejé mi valija en la habitación y me cambié la camisa por una limpia. Salí a la calle con mi libreta de apuntes en mano, y quise acercarme a la escena del crimen. Por desgracia, a unos diez metros del lugar, un oficial de la policía me detuvo.
-Este no es asunto suyo.
-Soy periodista.
-Aquí usted no es nadie.
Aún quise socavar en el hecho y agregué:
-¿Lo han asesinado?
-Está muerto. Si lo han matado o no da lo mismo.
Una vez dijo esto, cerró herméticamente su boca y estiró su brazo indicándome la entrada del hotel. No había caso insistir en aquel momento, y a lo mejor no debí haberlo hecho en adelante.
Me paré junto a los empleados del hotel que miraban mudamente hacia la calle. Un aire de temor y a la vez de desdén parecía envolverlo todo. Nadie decía nada. Pasado un rato, una vieja camioneta Dodge, blanca y empolvada, se aparcó junto al muerto. Cuatro hombres levantaron el cuerpo de las extremidades y lo arrojaron bruscamente en la parrilla. Vi a mi lado al botones del hotel y le pregunté:
-¿Puede decirme dónde está la morgue?
Me observó seriamente un tanto molesto por mi pregunta:
-¿Qué cosa? -respondió.
-El lugar donde llevan a los muertos para realizarles la autopsia.
-Aquí a todos los muertos los abandonan en la ciénaga para que se los coman los cocodrilos.
-¿Y si alguien reclama el cuerpo?
-Aquí los muertos se mueren y ya.
Volteó a mirar hacia un restaurante contiguo cuya actividad parecía haberse reiniciado y me dijo:
-Mejor coma algo.
Me senté en una de esas mesas rústicas de madera con mantel a cuadros rojos. Tenía que cambiar de táctica si deseaba obtener información. Mi trabajo estaba estancado y el polvo comenzaba a dificultarme la respiración. También era cierto que tenía hambre. Casi afanado, un mesero se acercó a tomar mi pedido.
-¿Desea usted el plato del día?
Miré la carta sin detenerme en detalles, asentí afirmativamente con la cabeza, y le ofrecí un billete intentando establecer un diálogo con él.
-Es una pena lo del asesinato aquí enfrente. ¿No cree?
El hombre respondió dubitativamente, como si temiera por el efecto de su respuesta.
-No creo nada. Yo aquí solo soy el mesero.
Miró de reojo a su alrededor antes de continuar:
-¿Desea algo más? -preguntó.
-Una cerveza fría estaría bien -le dije.
Me la tomé, comí, y regresé al hotel para tomar una siesta.
Cuando comenzaba a oscurecer, tocaron a la puerta y desperté.
-¡Señor Andrew, abra la puerta por favor! ¡Señor Andrew, no se resista!
La voz era seca y con ese tono de autoridad que exige lo que anuncia. Me levanté para abrir. El picaporte apenas terminaba de dar la vuelta cuando la puerta fue empujada con tal determinación que me arrojó al suelo. Un par de hombres bajos pero robustos me tomaron de los brazos y me pidieron que les siguiera a la salida del hotel. Yo hice caso entre dormido.
Al otro extremo de la calle esperaba la camioneta Dodge en que habían subido al muerto ese mediodía. Estaba oxidada, desajustada, y olía terriblemente.
-Mister, usted insiste demasiado en romper con el silencio. Aquí no nos viene bien eso -me increpó el hombre de la voz seca.
-Soy un reportero de paso -dije.
-Aquí usted no es nadie. ¿No ha comprendido?
El polvo comenzó a levantarse detrás de la camioneta a medida que esta aceleraba. Una certeza se vislumbró ante mi entonces: bajo la sábana ensangrentada se escondía mi reportaje. Estaba perplejo, y el calor no parecía cesar nunca en aquel lugar.
-Señor Andrew, ¿sabe usted adonde lo llevamos?
-A la ciénaga supongo.
-Muy sabio señor Andrew, muy sabio.
(2007)